Les hemos estado hablando sobre los hijos y como muchos están siendo consentidos de más, incluso al grado de que no salen ni a la esquina por miedo a que se enfermen, pero ¿es bueno? Aquí les contamos todo sobre la resiliencia en los hijos.
A ver, vamos a decirlo como va: No pasa nada si a tu hijo se le enfría la sopa. O si se le olvidó el suéter y no se lo llevaste corriendo. O si le toca esperar a la hora de la comida para saciar el hambre. O si se moja en la lluvia afuera de la casa. Y no, no estamos promoviendo la negligencia parental, estamos hablando de resiliencia en los hijos.
Y es que tenemos que hablar de algo mucho más profundo: formar seres humanos capaces, conscientes y empáticos. Por que sí, nosotros también queremos lo mejor para nuestros hijos.
Queremos verlos felices, seguros, contentos. Queremos que no les duela nada, que no pasen carencias, que no se enfrenten a frustraciones que nosotros sí vivimos. Pero justo ahí es donde nos damos un balonazo en la cara con nuestras buenas intenciones.
Resiliencia en los hijos: ¿cómo trabajarla?
Nosotros, los papás millennial (y unos cuantos centennials ya), crecimos entre “te lo acabas o no hay postre” y “llévate suéter, porque si te enfermas, ni te quejes”. Ahora, nos pasamos al otro lado del péndulo: calentamos la comida tres veces, les llevamos la mochila olvidada a la escuela a media junta, y nos sentimos malos padres si no les mandamos lunch con forma de su personaje de caricatura favorito del momento.
Pero les estamos quitando algo valioso: la oportunidad de aprender que el mundo no siempre gira a su favor.Y que eso está bien. Que así es la vida. Un poquito de hambre no mata. Pero enseña. Enseña a planear mejor. A comer lo que hay. A valorar cuando sí hay. Y sobre todo, a entender que no siempre va a estar mamá o papá salvando el día.
Un poquito de frío tampoco. Les enseña a hacerse responsables de sus cosas. A cuidar lo que tienen. A pedir ayuda si la necesitan. Y sí, a tener criterio. A pensar: “¿salgo en short con este clima o me pongo el pantalón aunque no sea mi favorito?”
No se trata de ser rudos por deporte. Se trata de darles micro retos reales y seguros dentro de una infancia amorosa. Porque criar humanos de bien también es dejar que vivan consecuencias pequeñas ahora, para que no se estrellen con consecuencias grandes después.
Y aquí va un punto incómodo (pero real)
Cuando les resolvemos todo —toooodo—, no los estamos protegiendo. Estamos haciéndoles creer que no pueden solos. Y ahí es cuando la cosa se empieza a descomponer un poco. Porque crecen esperando que el mundo les dé, les adivine, les acomode. Y el mundo, ya sabemos, no es así.
¿Qué sí podemos hacer? Criar desde el amor, claro. Pero con estructura. Con paciencia, pero también con límites. Con abrazos y presencia, pero no con sobreprotección.
Podemos enseñarles que equivocarse no es el fin del mundo. Que un error no los define. Que si tienen hambre porque se les olvidó el lunch, no pasa nada: el cuerpo aguanta. Y lo van a recordar. Y al día siguiente, lo van a empacar solos.
No se trata de “castigarlos con hambre o frío” Sino de dejar de intervenir todo el tiempo. De confiar en que nuestros hijos tienen más recursos de los que imaginamos. Y en que nosotros no tenemos que ser ni chefs ni UberEats ni asistentes personales 24/7.
Así que va la invitación: No se trata de endurecernos ni de regresar a crianzas de miedo y regaños. Se trata de encontrar ese punto medio entre el amor infinito y la estructura necesaria. Porque al final del día, todos queremos lo mismo: Criar personas amables, fuertes, empáticas.
Que sepan pedir ayuda, pero también valerse por sí mismas. Así que si un día se te olvida el juguito o no llegas con el suéter… Respira. No les arruinaste la infancia.Les regalaste una pequeña oportunidad de crecer y de tener resiliencia. Y eso, créannos, vale más que mil snacks en forma de corazón.